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miércoles, 30 de enero de 2013

Todos podemos matar.


No sé porqué la maté. Ni siquiera sé si lo decidí o fue el resultado de una discusión. Pero su cuerpo aún caliente yacía en el suelo del comedor. Sus azules ojos, abiertos de par en par, parecían pedir un  auxilio que ya no llegaría, y de su boca salía un hilo de sangre que caía hasta el suelo y se sumaba a la sangre procedente de su cabeza formando un inmenso charco que terminaba en mis pies.

No fue un sueño cualquiera. No tenía esa nebulosa atmósfera que suele tener lo onírico. Yo era un asesino. No sé ni cómo la maté. Tal vez la maté por accidente, o tal vez no. Ni su vida ni su muerte me importaban. Mi único temor era el castigo.

Mi corazón latía tan fuerte que acallaba mi respiración. Pensaba en que, a eso de las ocho, llegaría la Sra. Smith trayéndome las camisas de la tintorería y alguna que otra cosa para picar, como solía hacer cada lunes sobre esa hora. Tenía que librarme del cadáver antes de que llegara.

Arrastré de los dos brazos el cuerpo sin vida de la chica y lo llevé hasta la cocina. Apresuradamente empecé a buscar algún sitio donde pudiera esconder el cuerpo, pero todos me parecían inseguros. Fue entonces cuando se me ocurrió la solución: descuartizarla. No era una mujer demasiado grande, apenas mediría  1. 60 y pesaría 45 kilos. Su larga melena rubia ondulada estaba teñida de sangre después de haberla arrastrado hasta la cocina.

Abrí el cajón de los cubiertos, había varios cuchillos. Cogí el más afilado y me agaché a cortar la cabeza por el cuello con toda la energía que tuve. Era imposible. Sólo  pude hacer varios cortes. Necesitaría otra herramienta. Recordando la caja de herramientas que tenía en el sótano, corrí escaleras abajo.

De nuevo arriba, el reloj de la cocina marcaba las 17.05. Abrí la caja de herramientas y encontré lo que andaba buscando: una sierra mediana y un hacha, ambos comprados en la época en la que me dio por fabricar muebles para la casa, en un intento por distraer mi mente, tras la muerte de mamá.

En cada hendidura, la sangre de su cuello salpicaba mi cara. Y en ese momento tomé consciencia de estar soñando. Y me vi golpeando salvajemente el cuerpo de otro ser humano. Podría haber decidido despertarme o haber intentado cambiar de sueño, pero no lo hice. Decidí llevar hasta el final mi crimen. Disfruté de él, de la adrenalina que me producía.

Después de envolver la cabeza en filml transparente  y meterla al fondo del congelador, continué por los brazos. El primero de ellos fue fácil, mientras el serrucho destrozaba venas y tendones. Una vez llegado al hombro, tuve que utilizar toda mi fuerza para arrancarlo del cuerpo.

Eran casi las siete cuando acabé con el segundo. Todos podemos ser iguales. Todos podemos matar. O, al menos, podríamos hacerlo si tuviéramos la certeza de no ser atrapados. Repetí la operación del papel de envolver e introduje ambos brazos en el congelador.

Empecé a descuartizar la primera pierna de mi víctima y como ya me temía, el serrucho no era suficiente. Sajé  tendones y arterias, pero era incapaz de destrozar el hueso. Cogí el hacha y lo machaqué tantas veces como pude. Para terminar de arrancarlo, salté varias veces sobre él. Un crujido en el sacro indicó que por fin lo había conseguido.

Envolví con film las dos piernas y bajé corriendo al sótano para guardarlas en el congelador de abajo. Retiré varios tuppers de comida que tenía ahí y que, probablemente me habría traído la Sra. Smith en algún momento.

Y ahí en medio estaba yo. Entre astillas de huesos, órganos machacados, con las manos sucias de sangre. Sin sentirme ni un poco culpable por matar, ni sentir un ápice de compasión por ella, sea quien fuera.

Utilicé directamente el hacha para hacer trozos pequeños del tórax y de los restos que habían quedado. Mientras lo hacía, pensaba que haría a la larga con el cadáver diseccionado que tenía en los congeladores de mi apartamento. –Ya lo pensaré-, me dije, -no es momento ahora, ella está a punto de aparecer-.

A las 8 en punto, escuché la cerradura de la puerta de mi apartamento. Un cariñoso “hola querido”, precedió la deliciosa imagen de la Sra. Smith que avanzaba por el pasillo a mi encuentro.

-Te he traído una carne riquísima- dijo con el semblante paralizado, como si algo le hubiera desconcertado.

-Hola, te estaba esperando. Huele muy bien- afirmé con una amplia sonrisa mientras le señalaba el recipiente que llevaba humeando en las manos. – ¿Sabe Sra. Smith? Yo creo que no será necesario que venga usted a verme tan a menudo. Lo cierto es que ya me encuentro mucho mejor de lo de mi madre y, además, ¡tengo los congeladores llenos de su comida!, exclamé divertido.

Ella me miraba inquieta, seria. No le di importancia, supuse que no se habría tomado bien que no quisiera verla en una temporada.

No me costó mucho trabajo que se fuera. Dejó la comida y la ropa de cada lunes, rechazó la invitación a té con pastas y dijo tener cierta prisa por ir a hacer unos recados que no recordaba. Mientras le acariciaba la espalda con un gesto cariñoso de despedida, prometí llamarla pronto. Cerré la puerta. Por fin se había acabado todo. Respiré hondo. Disfruté el silencio. Cerré los ojos. Respiré de nuevo. Al abrirlos, el espejo del pasillo colocado justo enfrente de mi me devolvió unos ojos fuera de sí y la cara manchada de una sangre ya  reseca y que me apuntaba como culpable. Entendí la prisa repentina y el rostro atemorizado de la Sra. Smith. Preso de nuevo por el miedo, mi corazón rompió a latir.