No sé porqué la maté. Ni
siquiera sé si lo decidí o fue el resultado de una discusión. Pero su cuerpo
aún caliente yacía en el suelo del comedor. Sus azules ojos, abiertos de par en
par, parecían pedir un auxilio que ya no
llegaría, y de su boca salía un hilo de sangre que caía hasta el suelo y se
sumaba a la sangre procedente de su cabeza formando un inmenso charco que
terminaba en mis pies.
No fue un sueño
cualquiera. No tenía esa nebulosa atmósfera que suele tener lo onírico. Yo era un asesino. No sé ni cómo la maté. Tal vez la maté
por accidente, o tal vez no. Ni su vida ni su muerte me importaban. Mi único
temor era el castigo.
Mi corazón latía tan
fuerte que acallaba mi respiración. Pensaba en que, a eso de las ocho, llegaría
la Sra. Smith trayéndome las camisas de la tintorería y alguna que otra cosa
para picar, como solía hacer cada lunes sobre esa hora. Tenía que librarme del
cadáver antes de que llegara.
Arrastré de los dos
brazos el cuerpo sin vida de la chica y lo llevé hasta la cocina. Apresuradamente
empecé a buscar algún sitio donde pudiera esconder el cuerpo, pero todos me
parecían inseguros. Fue entonces cuando se me ocurrió la solución:
descuartizarla. No era una mujer demasiado grande, apenas mediría 1. 60 y pesaría 45 kilos. Su larga melena
rubia ondulada estaba teñida de sangre después de haberla arrastrado hasta la
cocina.
Abrí el cajón de los
cubiertos, había varios cuchillos. Cogí el más afilado y me agaché a cortar la
cabeza por el cuello con toda la energía que tuve. Era imposible. Sólo pude hacer varios cortes. Necesitaría otra
herramienta. Recordando la caja de herramientas que tenía en el sótano, corrí
escaleras abajo.
De nuevo arriba, el reloj
de la cocina marcaba las 17.05. Abrí la caja de herramientas y encontré lo que
andaba buscando: una sierra mediana y un hacha, ambos comprados en la época en
la que me dio por fabricar muebles para la casa, en un intento por distraer mi
mente, tras la muerte de mamá.
En cada hendidura, la
sangre de su cuello salpicaba mi cara. Y en ese momento tomé consciencia de
estar soñando. Y me vi golpeando salvajemente el cuerpo de otro ser humano.
Podría haber decidido despertarme o haber intentado cambiar de sueño, pero no
lo hice. Decidí llevar hasta el final mi crimen. Disfruté de él, de la adrenalina
que me producía.
Después de envolver la
cabeza en filml transparente y meterla al
fondo del congelador, continué por los brazos. El primero de ellos fue fácil,
mientras el serrucho destrozaba venas y tendones. Una vez llegado al hombro,
tuve que utilizar toda mi fuerza para arrancarlo del cuerpo.
Eran casi las siete
cuando acabé con el segundo. Todos podemos ser iguales. Todos podemos matar. O,
al menos, podríamos hacerlo si tuviéramos la certeza de no ser atrapados.
Repetí la operación del papel de envolver e introduje ambos brazos en el
congelador.
Empecé a descuartizar la
primera pierna de mi víctima y como ya me temía, el serrucho no era suficiente.
Sajé tendones y arterias, pero era
incapaz de destrozar el hueso. Cogí el hacha y lo machaqué tantas veces como
pude. Para terminar de arrancarlo, salté varias veces sobre él. Un crujido en
el sacro indicó que por fin lo había conseguido.
Envolví con film las dos
piernas y bajé corriendo al sótano para guardarlas en el congelador de abajo.
Retiré varios tuppers de comida que
tenía ahí y que, probablemente me habría traído la Sra. Smith en algún momento.
Y ahí en medio estaba yo.
Entre astillas de huesos, órganos machacados, con las manos sucias de sangre.
Sin sentirme ni un poco culpable por matar, ni sentir un ápice de compasión por
ella, sea quien fuera.
Utilicé directamente el
hacha para hacer trozos pequeños del tórax y de los restos que habían quedado.
Mientras lo hacía, pensaba que haría a la larga con el cadáver diseccionado que
tenía en los congeladores de mi apartamento. –Ya lo pensaré-, me dije, -no es
momento ahora, ella está a punto de aparecer-.
A las 8 en punto, escuché
la cerradura de la puerta de mi apartamento. Un cariñoso “hola querido”,
precedió la deliciosa imagen de la Sra. Smith que avanzaba por el pasillo a mi
encuentro.
-Te he traído una carne
riquísima- dijo con el semblante paralizado, como si algo le hubiera
desconcertado.
-Hola, te estaba
esperando. Huele muy bien- afirmé con una amplia sonrisa mientras le señalaba
el recipiente que llevaba humeando en las manos. – ¿Sabe Sra. Smith? Yo creo
que no será necesario que venga usted a verme tan a menudo. Lo cierto es que ya
me encuentro mucho mejor de lo de mi madre y, además, ¡tengo los congeladores
llenos de su comida!, exclamé divertido.
Ella me miraba inquieta,
seria. No le di importancia, supuse que no se habría tomado bien que no
quisiera verla en una temporada.
No me costó mucho trabajo que se fuera. Dejó la comida y la ropa de cada lunes, rechazó la invitación a té con pastas y dijo tener cierta prisa por ir a hacer unos recados que no recordaba. Mientras le acariciaba la espalda con un gesto cariñoso de despedida, prometí llamarla pronto. Cerré la puerta. Por fin se había acabado todo. Respiré hondo. Disfruté el silencio. Cerré los ojos. Respiré de nuevo. Al abrirlos, el espejo del pasillo colocado justo enfrente de mi me devolvió unos ojos fuera de sí y la cara manchada de una sangre ya reseca y que me apuntaba como culpable. Entendí la prisa repentina y el rostro atemorizado de la Sra. Smith. Preso de nuevo por el miedo, mi corazón rompió a latir.