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lunes, 20 de octubre de 2014

Cae la noche sobre Saigón.

Aunque aquella noche no haya existido nunca,
yo estuve allí.
Y recuerdo el olor a pescado picante  de los puestos de comida,
las ratas asomadas a las alcantarillas de los bulevares.
La turbiedad de la noche,
ensañándose con niños,  que  pedían monedas a cambio de peligrosos  malabares
o enfurecida con las chicas más bellas, vendidas como pedazos de carne.

Aunque aquella noche no haya existido jamás,
tú  estuviste allí.
Envuelto por la caída de la noche sobre Saigón,
tras el toque de queda de los militares.
Compartiendo tus confidencias, escondidos en la escalera de aquel antro.
Contando monedas para invitarme a beber, estirando el tiempo que nunca pasamos.
Sacando fotos de todos los instantes que no fueron.

Aunque aquella noche no haya existido nunca,
los dos estuvimos allí.
Deambulando la oscuridad de Saigón. Y sus bares.
Andando sus calles, que nos abrazaban entre tragos.
Bebiéndonos hasta los labios,
escrutándonos los ojos, una y otra vez.
Conscientes de la fugacidad de la noche,
tan embustera como nosotros.

Y aunque aquella noche no haya existido nunca,
yo estuve allí.
Vistiéndola, desvistiéndola.
Imaginándola, recordándola.
Inventándola, haciéndola realidad.
Fijando tu desnudez sobre las sábanas,
temiendo los primeros rayos de luz.
Asomando mi cuerpo a la ventana de aquel hotel,
para contemplar, por última vez,
la noche
en aquella ciudad
en la que nunca estuvimos.