Aunque
aquella noche no haya existido nunca,
yo estuve
allí.
Y recuerdo el
olor a pescado picante de los puestos de
comida,
las ratas asomadas a las alcantarillas de los
bulevares.
La turbiedad
de la noche,
ensañándose con
niños, que pedían monedas a cambio de peligrosos malabares
o enfurecida con las chicas más bellas,
vendidas como pedazos de carne.
Aunque
aquella noche no haya existido jamás,
tú estuviste allí.
Envuelto por
la caída de la noche sobre Saigón,
tras el toque
de queda de los militares.
Compartiendo tus confidencias, escondidos en la escalera de aquel antro.
Contando
monedas para invitarme a beber, estirando el tiempo que nunca pasamos.
Sacando
fotos de todos los instantes que no fueron.
Aunque
aquella noche no haya existido nunca,
los dos
estuvimos allí.
Deambulando la
oscuridad de Saigón. Y sus bares.
Andando sus
calles, que nos abrazaban entre tragos.
Bebiéndonos
hasta los labios,
escrutándonos
los ojos, una y otra vez.
Conscientes
de la fugacidad de la noche,
tan embustera
como nosotros.
Y aunque aquella
noche no haya existido nunca,
yo estuve
allí.
Vistiéndola,
desvistiéndola.
Imaginándola,
recordándola.
Inventándola,
haciéndola realidad.
Fijando tu
desnudez sobre las sábanas,
temiendo los
primeros rayos de luz.
Asomando mi
cuerpo a la ventana de aquel hotel,
para contemplar, por última vez,
la noche
en aquella ciudad
en la que
nunca estuvimos.