Historia de Cualquiera
Cualquiera tiene una vida normal.
Vive en un piso a las afueras de una gran urbe, en uno de esos bloques de
hormigón repetido al anterior y al siguiente, que en invierno es un desierto helado
y en verano, un horno que huele a polución. En uno de esos sitios que los profesionales
en construir llaman ciudad dormitorio.
Cualquiera es madre. De dos
chicos: una chavala que ronda los dieciséis, delgada como un palo y sin tetas, pero con dos tatuajes, uno debajo
de cada nalga, en forma de lacitos, al estilo pin up. Es una chica rebelde (o
eso dice su madre) que estudia esteticista en el instituto de formación
profesional del barrio. Y un chico, cinco años menor, que aún no ha empezado el
Instituto, aunque creo que ya ha hecho varias veces algunos de los cursos de la
educación general básica.
Cualquiera tiene una madre. Que
vive con ellos y que se mudo ahí (para arrimar el hombro) cuando el marido
falleció de un cáncer de pulmón, no se sabe muy bien porqué, aunque trabajó
durante años en la construcción, colocando placas de fibrocemento en los
tejados.
Cualquiera tiene una hipoteca. Y
también un trabajo. Limpia escaleras y pisos de familias de las que se suelen
llamar de bien, en los barrios residenciales y del centro de la ciudad. Su
madre le dice que busque otra cosa, que se va a destrozar los riñones, pero no
es fácil para cualquiera encontrar un trabajo mejor, sin estudios, sin saber
qué sabe hacer ni quién es.
Cualquiera es responsable. Pone
el despertador cada noche a las once y veintiséis y se levanta a las cinco veintiséis cada
mañana. Y antes de salir a coger el tren para ir a limpiar a la zona de la
ciudad que le toque, hace la comida, ordena, prepara unos bocatas y pone la
lavadora. Y cuando termina, de nuevo a la estación, de vuelta al tren y al
piso, prepara la cena, ordena y tiende la colada.
Pero cualquiera tiene una
afición. Descubierta por casualidad. Una noche, cuando había terminado de
limpiar cinco pisos y cuatro portales, se encontró mal. Le faltaba el aire, se
le nublaba la vista. Sentía morir. En el ambulatorio más cercano, un médico que
descartó cualquier patología física, le dispensó una receta de alprazolam. Aquella
noche se sintió aliviada, no pensaba en la colada, ni en la muerte. En nada.
Cualquiera quiere ser feliz. Por
eso, al cabo de unas semanas, cuando un nudo en el pecho y una sensación de
ahogo se la comían, volvió a meterse en el primer ambulatorio que vio, y otra
vez un médico con demasiados pacientes esperando, hizo que la escuchaba
mientras escribía alprazolam en un par de recetas y diazepam en otro par más. --Hasta
el mes que viene--le dijo el doctor.
Y como cualquiera no sabe mucho
de medicina, no entendió si tenía que tomar de uno u otro tipo, ni cuando una
ni cuando la otra, por lo que decidió tomar las dos. Esa noche, tumbada sobre
las sábanas frías, sentía la vida correr
en un manantial. Jugaba con ellas metiéndolas entre los dedos de los pies,
sintiendo su frescura, algo que recordaba que le encantaba de niña, y que ya no
solía hacer.
Y como le ocurriría a Cualquiera,
poco a poco necesitaría más de esa medicina, de esa paz, de esa ausencia de
problemas. Su astucia se desarrolló rápidamente. Cada semana iba a un
ambulatorio distinto. La ciudad era grande y se guardaba bien de evitar repetir
los centros, a menos que fuera inevitable. Tampoco eso era problema, se había
aprendido los horarios del personal y sabía perfectamente que médico estaría
por la mañana y cuál por la tarde en un mismo ambulatorio. Bastaba con esperar
al cambio de turno para evitar ser pillada. Las urgencias de los hospitales
también eran un buen sitio, siempre tan rápidas, con tanto movimiento. Llegaba,
hacía la cola, intercambiaba un par síntomas y frases con el médico y, en unos
minutos, un abanico de recetas rojas de pensionista aparecían escritas encima
de la mesa. Después, apretón de manos, palmadita en la espalda y que pase el
siguiente.
En las farmacias utilizaba la
misma técnica: no acudir siempre a la misma. Así se evitaba miradas
prejuiciosas y podía salir de la tienda sin sentirse culpable y con la bolsa
llena de cajas de medicamentos. Se hizo una experta en principios activos,
nombres de compuestos, medicamentos y laboratorios. La noche que no quería
pensar, tomaba diazepam. Para ir a trabajar lo mejor era el tranxilium porque,
aunque era relajante, no le atontaba demasiado. Los días más negros, esos sí, prozac.
También se aventuró a mezclar medicamentos. Descubrió que, por ejemplo, un orfidal mezclado con un
trankimazin era una paz mayúscula. Que las benzodiazepinas unidas a un
relajante muscular, provocaban sueños de ensueño. O que un lexatin con una
copita de whisky, era un cóctel perfecto contra su soledad.
Un día Cualquiera, se levantó a
las cinco y veintiséis minutos. Como siempre, preparó unos bocadillos, la
comida y salió en dirección a la estación de tren. Una vez subida en el vagón,
hacía recuento mental de todos los portales y pisos que tenía que limpiar.
Pensaba en la larga jornada que le esperaba y que empezaba en el chalet ese enorme
del centro, donde siempre estaba esa señora tan seca y antipática esperándola y
que cuando le abría la puerta no le daba ni los buenos días, tan sólo le
recitaba la retahíla interminable de lugares que tenia que limpiar, como si
fuera el menú de un restaurante.
Pero cuando tocó el timbre nadie
abrió la puerta. Esperó un poco antes de darse cuenta de que la verja de la
entrada estaba abierta. Avanzó a través del jardín. La puerta principal también
estaba abierta. Se extrañó y susurró un temeroso y discreto ¿hola? que no obtuvo respuesta. Avanzó
por el pasillo. Se tranquilizó al ver a la señora sentada en el comedor de
espaldas a ella.
--Buenos días Señora. ¿No me ha
oído usted entrar?—
La señora dio un brinco en la
silla y gritó asustada, mientras se
giraba hacia la recién llegada y una jeringuilla caía al suelo.
--¿Y esta je rin gui lla, seño..?--.No
pudo terminar la frase. Su vista se clavó primero en la goma atada al brazo de
la señora y después en las dos papelinas y el cenicero lleno de colillas
aplastadas que había encima de la mesa.
--Pu pue puedo explicarlo—dijo la
señora bastante temblorosa y avergonzada ante la cara estupefacta de la otra,
que la miraba fijamente. La señora, cabizbaja, suspiró un largo rato. Sacó un
cigarrillo y extendió la cajetilla ante la intrusa, que tomó asiento a su lado
y encendió el pitillo ofrecido.
--Ya sé que no es excusa. Hace
años ya que mi vida es un infierno--, empezó a decir la señora. Tomó aire. Tras
un intenso silencio, prosiguió: Mi marido se pasa el día viajando por todo el
mundo haciendo negocios. Yo me paso el día sola, en el eco de esta casa. Mis
hijos son mayores, tienen su vida…. Hoy he descubierto que tiene una nueva
amante, otra más…Y yo, yo…ya no sé ni quién soy, ni que quiero, no sé nada de
mi.
La señora hizo otra pausa, aspiró
aire fuertemente con la nariz, evitando llorar. Aspiró otra vez, más profundamente
como si pretendiera que las lágrimas que estaban a punto de salir fueran a
volver a su lugar de origen.
--Tomo esto a veces—continuó. --Cuando
quiero dejar de pensar, de existir. Si necesito energía tomo cocaína, bueno
también a veces lsd, marihuana...—suspiró cabizbaja--.
--¿Y tú? Cuéntame de ti—dijo
repentinamente cambiando de tema para no parecer tan abatida como realmente
estaba.
--No se avergüence usted, señora.
La entiendo mejor de lo que cree. Yo…yo no la voy a juzgar. Mi vida también es
un infierno, bueno a veces no, cuando tomo ansiolíticos o somníferos o
tranquilizantes me siento mucho mejor. Últimamente los tomo a todas horas.
La señora alzó la vista. --¿Tú
también….?—preguntó aliviada.
-Sí señora, yo también…Mi marido
murió cuando yo era muy joven y, bueno, nunca fuimos ricos pero es que ahora…
¿Sabe? Yo no pude estudiar nada. Me he pasado la vida limpiando para pagar
facturas y más facturas, mis hijos no me ayudan y encima…mi madre…mi madre está
sola, tengo que cuidar de ella. No sé cuánto tiempo hacía que no tenía un rato
para mí, sólo para mí. Por eso las tomo, el mundo se hace más lento, nada
importa, no hay problemas. Solo importo yo. Yo.
--En realidad, esto que nos ha
pasado a nosotras le podría haber pasado a cualquiera, a cualquiera--, afirmó
la señora con los ojos vidriosos mientras estrechaba entre sus manos, la mano
de su nueva amiga.
De repente, la señora pareció
reparar en algo que hasta ese momento no había advertido y un tanto contrariada
le pregunto: “Por cierto, ¿cómo te
llamas?”
--Carlota--respondió la otra tan
tímidamente que apenas se la escuchó.
--¿Cómo dices?—volvió a preguntar
la dueña de la casa
--Carlota. Car lo ta--repitió
esta vez mucho más alto y levantando la cabeza, como si repentinamente hubiera
tomado una identidad, como si hubiera descubierto cómo se llamaba y quien era,
encontrando algo que hubiera perdido hacía mucho tiempo.
–Yo soy Carlota-- dijo lenta y
rotundamente, repitiéndoselo a sí misma, para que no se le volviera a olvidar.
--Yo soy Carlota-- repetía
constantemente, loca de alegría, fuera de sí, mientras abrazaba con sus dos
manos la mano de la señora y su cara se iluminaba con una reparadora y
desconocida sonrisa.