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sábado, 24 de noviembre de 2012

Historia de mi vida


Aún recuerdo el día que llegamos a la nueva casa. Carlos y María cargaban cajas y maletas con ropa  mientras a mi me subían, como podían, dos operarios por la estrechísima escalera de nuestro segundo piso sin ascensor.

Enseguida me colocaron en la cocina. Me miraron. Carlos dijo algo así como que había sido una buena compra. Yo resplandecía. Me sentía tan feliz como ellos, que no pararon durante los días siguientes de abrir cajas,  de reírse, de colocar libros,  de besarse,  de deshacer las maletas, de hacerse el amor.

 
Amor fue lo que, en los primeros años de vivir aquí, Carlos y María me regalaron: la divertida escena del día que quemaron el pescado en el horno, las recetas imposibles de comer con las que ella trataba de agradarle, las carantoñas matutinas mientras se preparaba el café y hasta la noche que llegaron con unas copas de más y acabaron encima de mí con unas prendas de menos.

 
La apacibilidad de los primeros años acabó cuando, repentinamente,  pasé de lavar unas pocas ropas a la semana a lavar, cada día, los baberos, pijamas y pañales de Diego y Rafa. El nacimiento de los gemelos llenó de alegría a sus padres y a mí, que los veía crecer cada tarde, año tras año, a la hora de la merienda, cuando entraban ruidosos a la cocina a recoger su pan con nocilla y se reflejaban en mi tambor.

 
Y así pasé muchos años en esta casa. Y casi sin darme cuenta, era vieja y estaba tan desgastada que ya no funcionaba bien. Cuando no era una pieza era otra y si no, la cal  y si no, el filtro. Me estropeaba con tanta frecuencia que el último técnico que vino a repararme insinuó que lo mejor era cambiarme por una nueva.

 
El tiempo también había pasado por ellos y de la última época, lo que más  recuerdo son las ausencias de Carlos en el desayuno, la mirada triste de María agachada ante mí metiendo la colada en mi interior. El silencio en la hora de la merienda.


Tal vez habían pasado demasiados años cuando vi cómo aquella tarde María le decía a Carlos que todo había terminado. A partir de ahí, un calvario: los chavales con ella, la casa en venta, lo divisible a partes iguales, lo que no en los juzgados.


Mientras hoy recuerdo la historia de mi vida, oigo abrir la puerta de la entrada. Unos hombres vestidos de uniforme acceden a la casa y empiezan a hacer cajas, bajar maletas y embalar muebles. Dos de ellos entran en la cocina, es entonces cuando sé que ha llegado mi hora.

 

 

 

domingo, 11 de noviembre de 2012

Las madres de nuestra generación


                                                     (A mi madre, quien se quitó todo para darme todo a mi).

Miro. A mi  alrededor el otoño ha barrido el verano,

Las hojas rojas han borrado la risa de la cara de las gentes de cualquier ciudad

Ha teñido de negro sus ropas, como en los lutos de antaño

Y ese gesto humilde como de buena gente parece ahora una sonrisa triste de payaso.

 


Pienso. Cuántas veces he criticado

los valores que las madres de nuestra generación

nos inculcaron:

“sé generoso”

                                               “Comparte”

“ayuda a los demás”

 

                                                                                       “No tires cosas al suelo”

“No grites que molestas”

 

                                           “La belleza está en el interior”.

 Mil cosas más.

 

Recuerdo. Todas las veces que a solas con la mía.

Le he reprochado esos valores.

“Valores obsoletos” -le decía yo-.

“En una sociedad como esta la belleza importa, las personas no comparten ni se escuchan, sólo piensan en salvarse”.

“Con estos valores, vosotras nos habéis hecho inermes ante la realidad”.

 

Planteo. La posibilidad de eliminar esas premisas

Enseñar a mis hijos, y éstos a los suyos, a que se salven.

Que no les asfixie el corsé de los ideales.

Que no sientan que no caben en la silla.

 

 
Escucho. Lo que ella dulcemente me responde.

Que la felicidad es colectiva.

Que un pueblo sobrevive solo si está unido

“Hija, que de tu alegría depende la mía.”

“Cariño, que lo que tú haces le repercute a quien tienes al lado”

“Y hasta que no nos demos cuenta, la ceguera continuará".

 

Comprendo. Que en esta guerra que está a punto de estallar

Las ciudades arderán para destruirse.

Recogeremos los pedazos de nuestra dignidad

Pintaremos las sonrisas, vestiremos humildad.

Y por fin seremos nosotros.

Bienvenida sea esta muerte.

 

viernes, 9 de noviembre de 2012

Versos Des-controlados


Si llegas a la conclusión de que en cuantas más camas mejor

Tal vez hayas dejado de creerte al dios de tu ombligo

Dios ególatra y mezquino de la arrogancia.

Si has llegado a esta conclusión, créeme, habrás llegado hasta mi cama:

 

Cama de 4 esquinas, cuadrilátero de boxeo

Cama de sábanas frías cuando tienes calor. Y viceversa.

Cama hecha de caricias, deshecha de sudor.

Cama redonda, como un círculo vicioso

Cama con cuatro, con tres o dos, que se convierten siempre en uno

Cama de almohada mordida

De verso exhalado,

Versículo sagrado.

 

Afuera, la ciudad se resquebraja incapaz de evitar su propia hecatombe.

Adentro, algunos aún somos capaces de hacernos  el amor.