Aún
recuerdo el día que llegamos a la nueva casa. Carlos y María cargaban cajas y
maletas con ropa mientras a mi me
subían, como podían, dos operarios por la estrechísima escalera de nuestro
segundo piso sin ascensor.
Enseguida
me colocaron en la cocina. Me miraron. Carlos dijo algo así como que había sido
una buena compra. Yo resplandecía. Me sentía tan feliz como ellos, que no
pararon durante los días siguientes de abrir cajas, de reírse, de colocar libros, de besarse, de deshacer las maletas, de hacerse el amor.
Amor
fue lo que, en los primeros años de vivir aquí, Carlos y María me regalaron: la
divertida escena del día que quemaron el pescado en el horno, las recetas
imposibles de comer con las que ella trataba de agradarle, las carantoñas
matutinas mientras se preparaba el café y hasta la noche que llegaron con unas
copas de más y acabaron encima de mí con unas prendas de menos.
La
apacibilidad de los primeros años acabó cuando, repentinamente, pasé de lavar unas pocas ropas a la semana a
lavar, cada día, los baberos, pijamas y pañales de Diego y Rafa. El nacimiento
de los gemelos llenó de alegría a sus padres y a mí, que los veía crecer cada
tarde, año tras año, a la hora de la merienda, cuando entraban ruidosos a la
cocina a recoger su pan con nocilla y
se reflejaban en mi tambor.
Y
así pasé muchos años en esta casa. Y casi sin darme cuenta, era vieja y estaba
tan desgastada que ya no funcionaba bien. Cuando no era una pieza era otra y
si no, la cal y si no, el filtro. Me estropeaba con tanta frecuencia que el
último técnico que vino a repararme insinuó que lo mejor era cambiarme por una
nueva.
El
tiempo también había pasado por ellos y de la última época, lo que más recuerdo son las ausencias de Carlos en el
desayuno, la mirada triste de María agachada ante mí metiendo la colada en mi
interior. El silencio en la hora de la merienda.
Tal
vez habían pasado demasiados años cuando vi cómo aquella tarde María le decía a
Carlos que todo había terminado. A partir de ahí, un calvario: los chavales con
ella, la casa en venta, lo divisible a partes iguales, lo que no en los
juzgados.
Mientras
hoy recuerdo la historia de mi vida, oigo abrir la puerta de la entrada. Unos
hombres vestidos de uniforme acceden a la casa y empiezan a hacer cajas, bajar
maletas y embalar muebles. Dos de ellos entran en la cocina, es entonces cuando
sé que ha llegado mi hora.