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domingo, 12 de enero de 2014


NADA PRODUCTIVO

Rendido. Así me encontraba desde hacía meses. Los editores preguntaban por el estado de mi novela. Los correctores esperaban el texto. Mis amigos querían saber. Laura, mi mujer, se acercaba al ordenador cuando llegaba a casa, esperando que le contase detalles de mis personajes.

Me despertaba bien temprano y me sentaba como un gilipollas delante de mi ordenador para escribir. Escribía, borraba. Escribía, borraba. Borraba.

“Nada productivo”, me adelantaba a responder mentalmente a la pregunta que escucharía cuando oía a Laura meter la llave en la cerradura a la vuelta del trabajo.

Me presionaban las facturas, la vida que llevaba y la que quería llevar. Pero mucho más el éxito,  la necesidad de tener que ser brillante, escribir algo bueno, original. Eso era lo que ellos esperaban de mí, y por eso me habían hecho ese jugoso contrato con anticipo incluido, cuando publicaron mi primera novela.

Muchas veces, estando solo en casa me plantaba ante el espejo: empezaban a aparecer canas y en algunos lados afloraban incipientes círculos sin pelo. La barba descuidada de semanas tapaba la expresión sin expresión de mi nuevo rostro. La mirada abatida, enmarcada por unas ojeras que delataban mi incompetencia, mi incapacidad como escritor.

Ese día, después de desayunar con Laura y ayudarle a ponerse el abrigo mientras me daba un cariñoso beso en la mejilla que significaba “ya verás que hoy sí”, me senté a escribir. No había puesto ni un dedo en el teclado cuando el teléfono dio un “ring” que me levantó de un salto de la silla.

-¿Dígame?-pregunté.

-¡Ey Carlos, ¿Cómo estás?-me respondieron al otro lado del auricular.

-¡Vaya! ¡Vaya! ¡Cuánto tiempo, Paco! ¿Cómo andas?

-Genial, tío. ¿Y tú? Bueno, vaya pregunta, supongo que de maravilla. ¡Te vi en el periódico! ¡La joven promesa del mundo literario!- respondió riendo.

-Bueno, bueno- respondí angustiado-. Quise cambiar de tema: “Dime, ¿qué te cuentas?”

-Te llamaba para contarte que el otro día me encontré con Pamela por la calle, ¿te acuerdas de ella?

-¡Ostras tío! ¿Cómo olvidarla? ¡Menudo pibón! ¡La tía más provocativa del colegio mayor!

-Sí, sí. ¿Te acuerdas de sus labios rojos? ¿De los pantalones minúsculos? ¿De las piernas interminables? ¿De cómo comía los plátanos en el comedor del colegio?

Paco no me dejó responder: ¡Pues me dijo que se acababa de mudar a Barcelona! Y claro, enseguida me acordé de ti y se lo dije. ¡Me pidió que te diera su número, me dijo que quería quedar contigo! ¡Estaba espectacular!- terminó de decir  casi sin aliento.

Cuando colgué el teléfono, recordé la imagen de Pamela sentada en una mesa del comedor desenfundando pícaramente un plátano, con sus labios pirómanos, sus piernas como cerillas, frente a la cuadrilla de salidos que la mirábamos atontados, como nos dedicaba el fuego de su boca devorando esa fruta.

Recordé también sus pechos atrapados en camisetas xxs, su pelo largo cayendo sobre los hombros bajo su sombrero de cowboy. La cantidad de tíos que venían a buscarla en coche de noche y que la traían por la mañana, cuando nosotros salíamos para ir a las clases. Recordé los comentarios  de todas las demás chicas: que si era actriz porno, que si era acompañante de lujo…

Lo cierto es que todo a su alrededor era misterio. Apenas se relacionaba con el resto de estudiantes que vivíamos en el Colegio Mayor. Según sabíamos, estudiaba Protocolo y Relaciones Internacionales. No se le conocían amigos, siempre iba sola y los únicos acompañantes que tenía eran siempre hombres. Lo curioso era que aunque no nos hacía ni puñetero caso, siempre nos dedicaba miradas pícaras, se apretaba las tetas delante nuestro cuando se cruzaba con nosotros en dirección a la biblioteca, o se cambiaba de ropa delante de la ventana de su habitación que daba al jardín. Era como si le encantase ser observada.


De repente, Pamela era la protagonista de mi novela. Sentada en una terraza de la Plaza de la Reina, me contaba que era adicta al sexo y los detalles de las mil aventuras que había tenido con extraños, en lugares públicos o con amigos de sus padres, en las comidas familiares. Que alguna vez se había prostituido, pero siempre había elegido con quien, y que el hacerlo no suponía más que un morboso juego para ella. Claro que había grabado alguna película, le gustaba el sexo, verse en una pantalla. Le encantaba saber que excitaba a miles de tíos, por eso lo hacía.

La imaginé coqueteando conmigo, jugando con su pelo, sorbiendo sonoramente la pajita de su refresco mirándome fijamente. Fantaseé con ella. La imaginé susurrándome al oído que aunque había estado con muchos, siempre había suspirado por mí.


Marqué el seis, dos, siete, ocho, dos, uno, uno, dos, cuatro y la dulzura de su voz me respondió que le encantaría quedar a las cuatro de esa misma tarde en la terraza del bar Lolita de la Plaza de la Reina.

Nervioso. Excitado. Esperanzado, como hacía tiempo ya no me recordaba, estaba tras la llamada a Pamela. Deseaba que fueran ya las cuatro y acudir al encuentro de mi musa.

Mientras me afeitaba la imaginaba apretando sus pechos contra mi, agarrándome el paquete en el baño del Lolita, pidiéndome que lo hiciéramos allí mismo, de pie, a escondidas.

A las cuatro menos cinco minutos tomé asiento en la terraza del Lolita. Pedí una caña y me encendí un cigarrillo para ocultar mis nervios.  Miraba a lo lejos para ver si la veía llegar. Bebía, fumaba. Bebía, fumaba. A las cuatro en punto me arreglé el pelo, apagué el cigarro. Pedí una segunda cerveza.

Pamela aún no había llegado cuando eran las cuatro y veinte. Empecé a impacientarme. Mi teléfono sonó. Era ella. Con su voz dulce y sensual me dijo que lo sentía mucho pero que debido a un imprevisto no podría venir y colgó sin dar ninguna explicación.

Tiré un billete encima de la mesa y empecé a andar de vuelta a casa. Me sentía tan gilipollas como al comienzo del día. Sin ideas. Temiendo leer los mails de los editores preguntándome por el estado de la novela, o el de los correctores esperando el texto. Harto de las preguntas de los amigos. Rendido.

Al meter la llave en la cerradura de casa, imaginé a Laura sonriente avanzar por el pasillo hacia mi.  “Nada productivo” le dije al verla, adelantándome a su pregunta y enseguida encendí el ordenador.