A mi hermana, Luisi.
Aquella noche, tan parecida
a otras tantas pero sin serlo,
caminábamos por las calles ya gastadas. Entre los agujeros de los adoquines,
había formados pequeños charcos de agua, que brillaban bajo ese cielo que
recuerdo tan cómplice, tan azul.
Tú reías sin parar por alguna
de mis payasadas, cuando te señalé con el dedo el letrero de la calle y te dije:
-“¡Ah mira, es aquí!. ¿No me
digas que no sería genial vivir en esta calle?"—
Alzaste la cabeza y leíste lentamente: “Calle- de- Válgame- Dios” -e hiciste ese gesto, tan tuyo, de media sonrisa,
que solías hacer cuando querías decirme que mi locura te resultaba encantadora;
así como moviendo la cabeza hacia los lados sin mirar a ningún punto fijo.
El cielo amenazó con acabar la
tregua concedida y antes de que empezara el chaparrón comenzaste a correr
porque no querías que se mojase aquel abrigo verde, de grandes solapas, por el
que tanto tiempo estuviste ahorrando pero que considerabas imprescindible
porque te hacía sentir como un detective privado entre la multitud. Yo corrí tras de ti hasta el primer portal abierto,
donde nos guarecimos.
El portal era cutre y desprendía
cierta pestilencia a moho. La calle donde fuimos a parar, era estrecha y el
edificio de enfrente quedaba prácticamente pegado. Las farolas daban una luz
tenue, que permitía ver las briznas de agua a través del cristal y creaba un
ambiente acogedor.
Mientras nos secábamos, una
muchacha con grandes rulos peleados con su oscura melena y vestida con un traje
elástico rosa chillón de grandes floripondios, que a la altura del escote se
hacían aún más grandes, salió a uno de los balcones del edificio de enfrente gritando
“¡oye mamonazo, vete con ella, eres un pendejo!”
Nos miramos encantadas al
tiempo que escuchamos como del piso que teníamos justo encima, salía un chico
al balcón que con pasos pesados y voz
cansada respondía: Pero si ya te he dicho mil veces que eres una celosona, que
yo te quiero a ti!”
La chica desapareció en el
interior de su apartamento y una bachata a todo volumen empezó a sonar. Salió
de nuevo y le dijo: “Vamos a bailar, amorcito, pero qué lindo eres”.
Y así se enredaron, de balcón a
balcón, y a grito pelado, en un montón de graciosas y aduladoras palabras, en sinuosos meneos. En un
baile mágico, que nos envolvió también a nosotras. Muertas de risa, bailamos
con ellos, pero en el piso de abajo. En esa magia que siempre habíamos tenido
las tres y de la que tantas veces antes habíamos hablado tú y yo, que hoy era como la de siempre pero diferente.
Para cuando el cielo se volvió
a abrir, sería ya la quinta o sexta madrugada. Con una felicidad parecida a la
de siempre, pero no la misma, queríamos agarrar la noche para que no acabara.
Porque lo que éramos se nos escurría sin querer entre los dedos. Porque ya
ninguna de las tres sería la misma. Porque, a la mañana siguiente, tú te irías
en el primer vuelo. Porque yo marcharía, en el tren de la tarde. Porque tú te
quedarías, pero sin nosotras. Porque esa fue la última noche que pasamos juntas: tú, yo
y Madrid.