Claro
que no te sudan ni un poco las manos, ni te late más deprisa el corazón ni aunque sientas el frío
metálico del revolver en tu sien y veas tu cara deformarse ante el espejo, cuando
deslizo su cañón por tus mejillas y lo hundo en tus mofletes y continuo deslizándolo
hasta tu boca y meto la suya en la tuya, y a punto estoy de apretar el
disparador. Te odio.
Odio
tu color amarillento de vela quemada, tu mirada perdida, tu rostro mortuorio,
tus labios sin señal. Odio verte sentado ante el espejo. Detesto cada uno de los poros de tu piel, que
impregnan la habitación de un olor narcótico. No soporto la rigidez de tu
cuerpo, la lentitud de tus movimientos. Has logrado que aborrezca tu respiración, a
menudo alentada por tu propia confusión. Me molestas. Me irritas. Quiero que
desaparezcas.
Claro
que no te sorprende estar a punto de morir. Hay algo que te complace de la idea
de saber tus sesos desparramados por la habitación. Siempre has sabido que
ocurriría esto. Cuando empezaron tus cambios de humor, cuando dejamos de
disfrutar de lo que siempre habíamos hecho, como salir a bailar o al cine.
Cuando te empeñaste en encerrarte en casa
para huir de no sé qué, y te encerraste
tanto que lo de fuera ya no existía y creaste una realidad pero que era solo
tuya y nadie más la comprendía. Y te
tumbabas por las noches en la cama y me confesabas tus pensamientos, y te decía
que no los quería oír y te pedía que parases, que por Dios parases,
pero no lo hacías.
A
veces tenías temporadas templadas. Y entonces yo me dejaba llevar y te creía
cuando me decías que lo podías controlar, que podríamos volver a ser quienes
siempre habíamos sido y retomar nuestro día a día e, incluso, hacer un pequeño
viaje, para coger fuerzas y descansar.
Y me
engañabas porque de golpe nuestra tibia existencia desaparecía engullida por el
tormento de tus pensamientos. Y yo te pedía que no te rindieras pero tú sólo
oías ese zumbido, ese maldito zumbido que era intenso, que era agudo y
ensordecedor. Y te tapabas los oídos con las manos pero no servía de nada
porque el sonido crecía y se hacía cada
vez más fuerte. Y te estrujabas con las manos la cabeza porque el dolor de cabeza
te resultaba ya insoportable. Te odio.
Odio
tu delirio. Odio tu cabeza dando vueltas como el centrifugado de una lavadora.
Odio ser en quien me has convertido. Has destruido todo lo que era y me has
castrado cualquier posibilidad de futuro.
Cualquier
intento es ya en vano. La muerte te ha ido envolviendo furtivamente durante
este tiempo, como una tela de araña. Audaz y lenta se ha ido acercando a ti,
convirtiéndote en víctima y verdugo de ti mismo.
Claro
que no tienes ni un poco de miedo en el cuerpo, sabes que la bala que atraviese
tu cerebro acabará de cuajo con ese sonido que crece. Tu lucidez por fin ha
sabido cómo acabar con los zumbidos incesantes y sonoros de tu cabeza. Que la
bala es el alivio y la muerte el descanso, es lo que te repites una y otra vez desde
hace rato, así que sujeta firme el gatillo y, de una vez por todas, dispara.