Etiquetas

jueves, 9 de abril de 2015

Dispara



Claro que no te sudan ni un poco las manos, ni te late más  deprisa el corazón ni aunque sientas el frío metálico del revolver en tu sien y veas tu cara deformarse ante el espejo, cuando deslizo su cañón por tus mejillas y lo hundo en tus mofletes y continuo deslizándolo hasta tu boca y meto la suya en la tuya, y a punto estoy de apretar el disparador. Te odio.

Odio tu color amarillento de vela quemada, tu mirada perdida, tu rostro mortuorio, tus labios sin señal. Odio verte sentado ante el espejo.  Detesto cada uno de los poros de tu piel, que impregnan la habitación de un olor narcótico. No soporto la rigidez de tu cuerpo, la lentitud de tus movimientos.  Has logrado que aborrezca tu respiración, a menudo alentada por tu propia confusión. Me molestas. Me irritas. Quiero que desaparezcas.

Claro que no te sorprende estar a punto de morir. Hay algo que te complace de la idea de saber tus sesos desparramados por la habitación. Siempre has sabido que ocurriría esto. Cuando empezaron tus cambios de humor, cuando dejamos de disfrutar de lo que siempre habíamos hecho, como salir a bailar o al cine. Cuando te empeñaste en  encerrarte en casa para huir de no sé qué, y  te encerraste tanto que lo de fuera ya no existía y creaste una realidad pero que era solo tuya y  nadie más la comprendía. Y te tumbabas por las noches en la cama y me confesabas tus pensamientos, y te decía que no los  quería oír y  te pedía que parases, que por Dios parases, pero no lo hacías.

A veces tenías temporadas templadas. Y entonces yo me dejaba llevar y te creía cuando me decías que lo podías controlar, que podríamos volver a ser quienes siempre habíamos sido y retomar nuestro día a día e, incluso, hacer un pequeño viaje, para coger fuerzas y descansar.

Y me engañabas porque de golpe nuestra tibia existencia desaparecía engullida por el tormento de tus pensamientos. Y yo te pedía que no te rindieras pero tú sólo oías ese zumbido, ese maldito zumbido que era intenso, que era agudo y ensordecedor. Y te tapabas los oídos con las manos pero no servía de nada porque el  sonido crecía y se hacía cada vez más fuerte. Y te estrujabas con las manos la cabeza porque el dolor de cabeza te resultaba ya insoportable. Te odio.

Odio tu delirio. Odio tu cabeza dando vueltas como el centrifugado de una lavadora. Odio ser en quien me has convertido. Has destruido todo lo que era y me has castrado cualquier posibilidad de futuro.

Cualquier intento es ya en vano. La muerte te ha ido envolviendo furtivamente durante este tiempo, como una tela de araña. Audaz y lenta se ha ido acercando a ti, convirtiéndote en víctima y verdugo de ti mismo.

Claro que no tienes ni un poco de miedo en el cuerpo, sabes que la bala que atraviese tu cerebro acabará de cuajo con ese sonido que crece. Tu lucidez por fin ha sabido cómo acabar con los zumbidos incesantes y sonoros de tu cabeza. Que la bala es el alivio y la muerte el descanso, es lo que te repites una y otra vez desde hace rato, así que sujeta firme el gatillo y, de una vez por todas, dispara.