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viernes, 20 de marzo de 2015

HIPÓLITO MARTÍN


Acabó sus clases un tanto preocupado por los resultados de sus últimos parciales. Sus profesores tenían razón cuando le decían que se pasaba las horas en babia, ensimismado en sus pensamientos y que si no lograba centrarse, jamás aprobaría el curso. Salió de la Universidad dándole vueltas a cómo podría evitar lo que parecía un inminente desastre.

De vuelta a casa, el chaval decidió que para airearse un poco tomaría un camino diferente, así que en lugar de girar por la Avenida de la Universidad, torció por un pequeño callejón adentrándose por una zona de la ciudad hasta entonces desconocida.

Encontró una calle con su nombre.  Leyó: ‹‹Hipólito Martín››. Y se sorprendió al pensar que  en alguna era remota, hacía miles o cientos de años, hubiera existido algún tocayo que por alguna gran hazaña épica, por ser el descubridor de un gran invento o, quién sabe, por ser un afamado escritor o un prestigioso músico,  tuviera una avenida con su nombre. Tal vez ese Hipólito Martín fuera un antepasado suyo, alguien de su familia y se preguntaba por qué razón le habrían concedido el honor de poner una calle con su nombre.

Hipólito Martín fue uno de los médicos que durante la pandemia de la Peste Negra en el S.XIV viajó hasta Génova para curar a los primeros  enfermos que llegaron desde Asia. Se fue para descubrir cómo se contagiaba, cómo curarlo. La noche que se lo comunicó a su mujer, está rompió a llorar ―Por amor de Dios, ¡Loyola no tiene ni un año!―le suplicó prácticamente de rodillas. Pero no sirvió de nada, Hipólito Martín ya había decidido unirse a los médicos de la peste para erradicar esa terrible enfermedad que asolaba medio mundo.

Cuando llegaron los primeros rumores de la propagación de la enfermedad también por España, la mayoría de médicos que habían viajado con él decidieron volver aunque solo fuera, como decían ellos, para morir cerca de su familia. Todos volvieron menos Hipólito Martín. Hablaba sin parar de su responsabilidad como médico, de la necesidad de parar la enfermedad y ni siquiera la  noticia del fallecimiento pocos días después de Loyola, su hijo menor, le hizo plantearse una retirada. ‹‹Volveré, claro que volveré, pero ahora no puedo›› se dijo para sí tratando de contener el dolor que sentía.

Pero pronto descubrió que era una enfermedad sin cura, que quien se enfermaba moría en 3 ó 4 días. Primero la fiebre, después los escalofríos, las nauseas, los temblores, la muerte. Vio arrasadas aldeas. Cubrió con cal viva  familias enteras. Vio llorar a viudas, a huérfanos, a los propios enfermos antes de morir. Fue testigo en testamentos, dio recados póstumos. Consoló a parientes, lloró con ellos. Los enterró. Quemó sus ropas.

Para cuando los propios médicos de la peste entendieron la magnitud de la enfermedad, las fosas ya no daban  abasto y tampoco quedaba a quien enterrar. La aldea en la que había pasado los últimos meses estaba prácticamente desolada e Hipólito Martín pasaba horas muertas pensando si regresar a casa por fin o seguir cumpliendo con su responsabilidad.

Varios días después, la noticia del fallecimiento por peste de su mujer y de sus otros dos hijos se precipitó sobre él como un cubo de agua helada. Sintió su propia muerte también y el reproche de sus hijos caer como una losa pesada sobre su pecho. Hipólito Martín no logró curar la enfermedad, no protegió a sus hijos, ni siquiera amó a su mujer, pero los últimos años de su vida, hasta que enfermó de la propia enfermedad contra la que había estado luchando, los dedicó a cuidar a los contagiados, a acompañarlos en sus últimos días, a darle a los demás todo lo que no pudo procurarle a su familia.

El chaval comenzó de repente a sentir un inexplicable frío, una sensación de añoranza, un deseo descontrolado de estar con su familia, una angustia sobre el pecho que le hizo aligerar el paso entre las callejuelas por las que se había aventurado. Quería llegar a casa, darle un beso a su madre y pasar el resto de la tarde con sus hermanos.

 En 1519, cuando Fernando de Magallanes buscaba marineros, peones y despenseros para partir en la primera vuelta al mundo, el navegante Hipólito Martín decidió alistarse en parte para salir de la pobreza en la que se vivía en España pero también para ayudar a extender el Imperio Español por zonas antes inexploradas, trazando una nueva ruta de comercio hasta las islas de las especias.

Y así, el 29 de septiembre  de ese mismo año, partieron 5 barcos con 234 hombres a bordo desde Sanlúcar de Barrameda, para abordar la expedición más grandiosa hasta la fecha conocida.

Los primeros meses en el barco eran un júbilo: Hipólito y los demás totalmente ilusionados. Por las noches, en cubierta, solían reunirse para jugar a las cartas y beber algún licor. Comentaban lo difícil que sería la ruta, sin cartas de navegación de esa parte del mundo y es que las cartografías que tenían sólo representaban alguna isla del Caribe, por lo que pasadas las Azores, el viaje se les complicaría. Y así fue.

Llevaban meses a la deriva tras dejar atrás Cabo Verde. Apenas les quedaban provisiones ni agua potable y los primeros hombres empezaron a enfermar de escorbuto y a fallecer. Hipólito Martín le pidió al despensero que racionase muy bien las cantidades de comida, pues no sabían cuando volverían a encontrar tierra. Incluso racionándolas, solo quedaban alimentos para dos semanas.

Las condiciones meteorológicas tampoco ayudaban. Con el invierno sobre el barco, las olas habían multiplicado por 20 su altura y su fuerza, haciendo que muchas veces estuvieran a punto de volcar. Las lluvias torrenciales movían los barcos a su antojo y la niebla cegaba a los marineros. Los hombres no tenían fuerzas para controlarlos, navegando a la deriva y muchos de ellos tenían la cara rígida, en blanco, como si hubieran enloquecido.

Aquella noche, una tremenda tormenta iluminada con los fuegos de San Telmo azotó a dos de los cinco barcos, que acabaron hundiendo. La tripulación estaba tan aterrorizada, que hubo hombres que se lanzaron por la borda, huyendo del hambre y del miedo que los perseguía desde hacía meses.

Hipólito Martín reunió en la bodega a los hombres y planteó la posibilidad de regresar. La mayoría de la tripulación estaba tan exhausta que era incapaz de continuar y si no encontraban tierra y comida pronto, acabarían muriendo todos. Magallanes apareció ante él. Tenía las pupilas dilatadas y le caían grandes gotas de frio sudor por las sienes. Acusó a Hipólito Martín de poner en su contra a los hombres ―¡No podemos abandonar ahora! ―gritó mientras clavaba un puñal en la pierna de Hipólito Martín.

La sublevación fue inmediata. Los marineros a favor del regreso y defensores de Hipólito Martín se abalanzaron contra Magallanes y los suyos en una lucha encarnizada y sangrienta que se saldó con decenas de vidas y un barco más. Cuando la guerra acabó, Magallanes prosiguió con sus hombres y el resto de la tripulación junto a Hipólito Martín, emprendieron el viaje de regreso a España. Así, mientras Fernando de Magallanes fue famoso por haber concluido la primera vuelta al mundo, Hipólito Martín pasó a la Historia como el héroe de la sensatez, el marinero que devolvió vivos a los navegantes a sus familias. El capitán que perdió una pierna y a punto estuvo de perder la vida desangrado. El hombre que tuvo el coraje de anteponer la vida de sus hombres al proyecto encomendado. Y como no podía ser menos, a la llegada a España, el venerable Hipólito Martín fue recibido con los honores que corresponden a los gloriosos.

De repente, el chaval tuvo que parar y sentarse en un banco de la calle, y eso que estaba ya a escasos metros de su casa. No sabía muy bien porqué, pero se sentía mareado y con ganas de vomitar. Sentado en aquel sitio, se tocaba las piernas con las dos manos, como asegurándose de que efectivamente las dos se encontraban donde debían estar.

Desde que era un niño, Hipólito Martín tuvo una mirada especial que se entendía a la perfección con una gran destreza con las manos. A los cinco años, ya hacía desapariciones de cartas, trucos con copas y hasta con animales. Nadie entendía de donde le venía esta vocación, pues nadie en su familia  se había dedicado jamás ni al espectáculo ni al Ilusionismo.

Los vecinos del barrio decían que era un chaval diferente, extraño. Que tenía capacidad para leer el pensamiento a los otros, un sexto sentido. Mientras los demás niños jugaban, Hipólito Martín pasaba horas muertas sacando palomas de chisteras o haciendo desaparecer objetos en su casa.

Según cuentan, más de una vez encontraron al joven Hipólito Martín tratando de hipnotizar a otros niños en el parque. No tardó en ganarse algunos enemigos; en una ocasión en que unos muchachos mayores que él le encerraron en el baño del colegio con los ojos vendados y las manos atadas, logró escaparse en menos de tres minutos. El chaval parecía ser de otro mundo.

Con tan sólo 15 años era conocido en toda la ciudad. Todos los vecinos querían que Hipólito Martín actuase en su fiesta de cumpleaños o en cualquier conmemoración. Las fiestas de la ciudad empezaban a contar con Hipólito como habitual en cartel y hasta empezaba a tener grupos de seguidores esperándole constantemente en la entrada de su casa familiar.

A los 19 años era ya apodado como El Gran Hipólito Martín. El público le aclamaba. Hacía espectáculos que llenaban teatros enteros. Los titulares de los periódicos hablaban de él como el prestidigitador, el mentalista, el clarividente, el genio.

El abarrotado Teatro Nacional rompió en aplausos cuando aquella noche El Gran Hipólito Martín logró levitar en el escenario a más de cinco metros de altura, pasando aquel hecho a la Historia y catapultándole como el mejor mago del mundo.

Sin embargo, después del espectáculo nadie pudo compartir con él su éxito. Los periodistas y admiradores que aguardaban a la entrada de su casa, nunca le vieron llegar. Sus familiares encontraron el camerino vacío. Ni uno solo de los miles de espectadores se toparon con él, y ni uno de  los trabajadores del teatro le vieron cuando acabó la función. Ningún taxi le recogió a la salida y su nombre no aparecía en la lista de pasajeros de ningún avión. Todo era una incógnita. Meses después la policía cerró la búsqueda, sin haber encontrado ni una sola prueba. Años después, Hipólito Martín seguía sin aparecer. Cuenta la leyenda que el mago desapareció al sentirse abrumado por la fama, decidiendo retirarse a otro país para llevar una vida anónima. Otras versiones más fidedignas afirmaron que el mago jamás dejó de levitar, quedando suspendido a cinco metros  de altura para siempre, permaneciendo oculto en el escenario, tras la caída del telón.

 A punto de llegar a casa, Hipólito Martín estaba entusiasmado. Quería ver a sus padres cuanto antes para contarles el descubrimiento que había hecho aquel día, preguntarles cosas sobre sus antepasados, descubrir la historia de su familia. Excitado, nervioso, subió corriendo por la escalera y abrió la puerta encontrándose de frente con sus progenitores.

Como cada mañana, el funcionario del Registro Civil encendió su ordenador para inscribir los nombres de las calles que recientemente se habían concedido. Cogió el montón de impresos que tenía asignado para esa jornada y empezó a teclear las nuevas calles: ‹‹Don Miguel de Cervantes y Saavedra››, ‹‹Marco Polo››, ‹‹Jorge Luis Borges››, ‹‹John Lennon››, ‹‹Albert Einstein››, ‹‹Gabriel García Márquez››, ‹‹Hipólito Martín››,  ‹‹Teresa de Calcuta››. ‹‹Don Santiago Ramón y Ca…

El funcionario no pudo continuar. Uno de los nombres le había extrañado. Volvió al montón de los impresos ya registrados y leyó de nuevo ‹‹Hipólito Martín››.  Se colocó las gafas a la altura de la nariz, alzó la vista sobre ellas y con cara de asombro le preguntó al compañero de al lado:
―¿Hipólito Martín? ―Pero, ¿Quién fue Hipólito Martín?