Acabó sus clases un tanto preocupado
por los resultados de sus últimos parciales. Sus profesores tenían razón cuando le decían que se pasaba las horas en babia, ensimismado en sus pensamientos y que si no lograba centrarse, jamás aprobaría el curso. Salió de la Universidad dándole
vueltas a cómo podría evitar lo que parecía un inminente desastre.
De vuelta a casa, el chaval decidió que para airearse un poco tomaría un camino diferente, así que en lugar de girar por la Avenida de la Universidad, torció por un pequeño callejón adentrándose por una zona de la ciudad hasta entonces desconocida.
De vuelta a casa, el chaval decidió que para airearse un poco tomaría un camino diferente, así que en lugar de girar por la Avenida de la Universidad, torció por un pequeño callejón adentrándose por una zona de la ciudad hasta entonces desconocida.
Encontró una calle con su nombre.
Leyó: ‹‹Hipólito Martín››. Y se
sorprendió al pensar que en alguna era
remota, hacía miles o cientos de años, hubiera existido algún tocayo que por
alguna gran hazaña épica, por ser el descubridor de un gran invento o, quién
sabe, por ser un afamado escritor o un prestigioso músico, tuviera una avenida con su nombre. Tal vez ese Hipólito Martín fuera un antepasado suyo, alguien de su familia y se preguntaba por qué razón le habrían concedido el honor de poner una calle con su nombre.
Hipólito Martín fue uno de los
médicos que durante la pandemia de la Peste Negra en el S.XIV viajó hasta
Génova para curar a los primeros
enfermos que llegaron desde Asia. Se fue para descubrir cómo se contagiaba, cómo curarlo. La noche que se lo comunicó a su mujer, está rompió a
llorar ―Por amor de Dios, ¡Loyola no tiene ni un año!―le suplicó prácticamente
de rodillas. Pero no sirvió de nada, Hipólito Martín ya había decidido unirse a
los médicos de la peste para erradicar esa terrible enfermedad que asolaba
medio mundo.
Cuando llegaron los primeros
rumores de la propagación de la enfermedad también por España, la mayoría de
médicos que habían viajado con él decidieron volver aunque solo fuera, como
decían ellos, para morir cerca de su familia. Todos volvieron menos Hipólito
Martín. Hablaba sin parar de su responsabilidad como médico, de la necesidad de
parar la enfermedad y ni siquiera la
noticia del fallecimiento pocos días después de Loyola, su hijo menor, le
hizo plantearse una retirada. ‹‹Volveré, claro que volveré, pero ahora no
puedo›› se dijo para sí tratando de contener el dolor que sentía.
Pero pronto descubrió que era una
enfermedad sin cura, que quien se enfermaba moría en 3 ó 4 días. Primero la
fiebre, después los escalofríos, las nauseas, los temblores, la muerte. Vio
arrasadas aldeas. Cubrió con cal viva
familias enteras. Vio llorar a viudas, a huérfanos, a los propios
enfermos antes de morir. Fue testigo en testamentos, dio recados póstumos.
Consoló a parientes, lloró con ellos. Los enterró. Quemó sus ropas.
Para cuando los propios médicos
de la peste entendieron la magnitud de la enfermedad, las fosas ya no daban abasto y tampoco quedaba a quien enterrar. La aldea en la que había pasado los
últimos meses estaba prácticamente desolada e Hipólito Martín pasaba horas
muertas pensando si regresar a casa por fin o seguir cumpliendo con su
responsabilidad.
Varios días después, la noticia del
fallecimiento por peste de su mujer y de sus otros dos hijos se precipitó sobre
él como un cubo de agua helada. Sintió su propia muerte también y el reproche
de sus hijos caer como una losa pesada sobre su pecho. Hipólito Martín no logró
curar la enfermedad, no protegió a sus hijos, ni siquiera amó a su mujer, pero
los últimos años de su vida, hasta que enfermó de la propia enfermedad contra
la que había estado luchando, los dedicó a cuidar a los contagiados, a
acompañarlos en sus últimos días, a darle a los demás todo lo que no pudo
procurarle a su familia.
El chaval comenzó de repente a
sentir un inexplicable frío, una sensación de añoranza, un deseo descontrolado de estar con su familia,
una angustia sobre el pecho que le hizo aligerar el paso entre las callejuelas por las que se
había aventurado. Quería llegar a casa, darle un beso a su madre y pasar el resto de la tarde con sus hermanos.
En 1519, cuando Fernando de Magallanes buscaba marineros, peones y despenseros para partir en la primera vuelta al mundo, el navegante Hipólito Martín decidió alistarse en parte para salir de la pobreza en la que se vivía en España pero también para ayudar a extender el Imperio Español por zonas antes inexploradas, trazando una nueva ruta de comercio hasta las islas de las especias.
Y así, el 29 de septiembre de ese mismo año, partieron 5 barcos con 234 hombres a bordo desde Sanlúcar de Barrameda,
para abordar la expedición más grandiosa hasta la fecha conocida.
Los primeros meses en el barco
eran un júbilo: Hipólito y los demás totalmente ilusionados. Por las noches, en
cubierta, solían reunirse para jugar a las cartas y beber algún licor.
Comentaban lo difícil que sería la ruta, sin cartas de navegación de esa parte
del mundo y es que las cartografías que tenían sólo representaban alguna isla
del Caribe, por lo que pasadas las Azores, el viaje se les complicaría. Y así
fue.
Llevaban meses a la deriva tras
dejar atrás Cabo Verde. Apenas les quedaban provisiones ni agua potable y los
primeros hombres empezaron a enfermar de escorbuto y a fallecer. Hipólito
Martín le pidió al despensero que racionase muy bien las cantidades de comida,
pues no sabían cuando volverían a encontrar tierra. Incluso racionándolas, solo
quedaban alimentos para dos semanas.
Las condiciones meteorológicas tampoco
ayudaban. Con el invierno sobre el barco, las olas habían multiplicado por 20
su altura y su fuerza, haciendo que muchas veces estuvieran a punto de volcar.
Las lluvias torrenciales movían los barcos a su antojo y la niebla cegaba a los
marineros. Los hombres no tenían fuerzas para controlarlos, navegando a la
deriva y muchos de ellos tenían la cara rígida, en blanco, como si hubieran
enloquecido.
Aquella noche, una tremenda
tormenta iluminada con los fuegos de San Telmo azotó a dos de los cinco barcos,
que acabaron hundiendo. La tripulación estaba tan aterrorizada, que hubo
hombres que se lanzaron por la borda, huyendo del hambre y del miedo que los
perseguía desde hacía meses.
Hipólito Martín reunió en la
bodega a los hombres y planteó la posibilidad de regresar. La mayoría de la
tripulación estaba tan exhausta que era incapaz de continuar y si no
encontraban tierra y comida pronto, acabarían muriendo todos. Magallanes
apareció ante él. Tenía las pupilas dilatadas y le caían grandes gotas de frio
sudor por las sienes. Acusó a Hipólito Martín de poner en su contra a los
hombres ―¡No podemos abandonar ahora! ―gritó mientras clavaba un puñal en la
pierna de Hipólito Martín.
La sublevación fue inmediata. Los
marineros a favor del regreso y defensores de Hipólito Martín se abalanzaron
contra Magallanes y los suyos en una lucha encarnizada y sangrienta que se
saldó con decenas de vidas y un barco más. Cuando la guerra acabó,
Magallanes prosiguió con sus hombres y el resto de la tripulación junto a
Hipólito Martín, emprendieron el viaje de regreso a España. Así, mientras
Fernando de Magallanes fue famoso por haber concluido la primera vuelta al
mundo, Hipólito Martín pasó a la Historia como el héroe de la sensatez, el marinero
que devolvió vivos a los navegantes a sus familias. El capitán que perdió una
pierna y a punto estuvo de perder la vida desangrado. El hombre que tuvo el
coraje de anteponer la vida de sus hombres al proyecto encomendado. Y como no
podía ser menos, a la llegada a España, el venerable Hipólito Martín fue
recibido con los honores que corresponden a los gloriosos.
De repente, el chaval tuvo que parar
y sentarse en un banco de la calle, y eso que estaba ya a escasos metros de su
casa. No sabía muy bien porqué, pero se sentía mareado y con ganas de vomitar.
Sentado en aquel sitio, se tocaba las piernas con las dos manos, como asegurándose
de que efectivamente las dos se encontraban donde debían estar.
Desde que era un niño, Hipólito
Martín tuvo una mirada especial que se entendía a la perfección con una gran
destreza con las manos. A los cinco años, ya hacía desapariciones de cartas, trucos
con copas y hasta con animales. Nadie entendía de donde le venía esta vocación,
pues nadie en su familia se había
dedicado jamás ni al espectáculo ni al Ilusionismo.
Los vecinos del barrio decían que
era un chaval diferente, extraño. Que tenía capacidad para leer el pensamiento
a los otros, un sexto sentido. Mientras los demás niños jugaban, Hipólito
Martín pasaba horas muertas sacando palomas de chisteras o haciendo desaparecer
objetos en su casa.
Según cuentan, más de una vez
encontraron al joven Hipólito Martín tratando de hipnotizar a otros niños en el
parque. No tardó en ganarse algunos enemigos; en una ocasión en que unos
muchachos mayores que él le encerraron en el baño del colegio con los ojos
vendados y las manos atadas, logró escaparse en menos de tres minutos. El chaval
parecía ser de otro mundo.
Con tan sólo 15 años era conocido
en toda la ciudad. Todos los vecinos querían que Hipólito Martín actuase en su
fiesta de cumpleaños o en cualquier conmemoración. Las fiestas de la ciudad
empezaban a contar con Hipólito como habitual en cartel y hasta empezaba a
tener grupos de seguidores esperándole constantemente en la entrada de su casa
familiar.
A los 19 años era ya apodado como
El Gran Hipólito Martín. El público le aclamaba. Hacía espectáculos que
llenaban teatros enteros. Los titulares de los periódicos hablaban de él como
el prestidigitador, el mentalista, el clarividente, el genio.
El abarrotado Teatro Nacional
rompió en aplausos cuando aquella noche El Gran Hipólito Martín logró levitar en
el escenario a más de cinco metros de altura, pasando aquel hecho a la Historia
y catapultándole como el mejor mago del mundo.
Sin embargo, después del espectáculo nadie
pudo compartir con él su éxito. Los periodistas y admiradores que aguardaban a
la entrada de su casa, nunca le vieron llegar. Sus familiares encontraron el
camerino vacío. Ni uno solo de los miles de espectadores se toparon con él, y
ni uno de los trabajadores del teatro le
vieron cuando acabó la función. Ningún taxi le recogió a la salida y su nombre
no aparecía en la lista de pasajeros de ningún avión. Todo era una incógnita.
Meses después la policía cerró la búsqueda, sin haber encontrado ni una sola
prueba. Años después, Hipólito Martín seguía sin aparecer. Cuenta la leyenda
que el mago desapareció al sentirse abrumado por la fama, decidiendo retirarse
a otro país para llevar una vida anónima. Otras versiones más fidedignas
afirmaron que el mago jamás dejó de levitar, quedando suspendido a cinco
metros de altura para siempre,
permaneciendo oculto en el escenario, tras la caída del telón.
A punto de llegar a casa, Hipólito Martín
estaba entusiasmado. Quería ver a sus padres cuanto antes para contarles el
descubrimiento que había hecho aquel día, preguntarles cosas sobre sus
antepasados, descubrir la historia de su familia. Excitado, nervioso, subió
corriendo por la escalera y abrió la puerta encontrándose de frente con sus
progenitores.
Como cada mañana, el funcionario
del Registro Civil encendió su ordenador para inscribir los nombres de las
calles que recientemente se habían concedido. Cogió el montón de impresos que
tenía asignado para esa jornada y empezó a teclear las nuevas calles: ‹‹Don
Miguel de Cervantes y Saavedra››, ‹‹Marco Polo››, ‹‹Jorge Luis Borges››, ‹‹John
Lennon››, ‹‹Albert Einstein››, ‹‹Gabriel García Márquez››, ‹‹Hipólito Martín››,
‹‹Teresa de Calcuta››. ‹‹Don Santiago
Ramón y Ca…
El funcionario no pudo continuar.
Uno de los nombres le había extrañado. Volvió al montón de los impresos ya
registrados y leyó de nuevo ‹‹Hipólito Martín››. Se colocó las gafas a la altura de la nariz,
alzó la vista sobre ellas y con cara de asombro le preguntó al compañero de al
lado:
―¿Hipólito Martín? ―Pero, ¿Quién
fue Hipólito Martín?