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jueves, 28 de junio de 2012

Compañera de Viaje


Ella nunca viaja sola.

Siempre lo hace acompañada de su soledad.

Y a cada sitio al que llega: inventario de lo que cree llevar.

Infantilmente, casi siempre se olvida de contar  entre sus pertenencias,

 la sombra de su soledad.



No es que ella  a propósito  la busque.

Más bien al contrario, prefiere taparla de muchas maneras:

Con su sonora carcajada - risotada que enmascara los surcos que deja en la piel lo vivido-.

Con su desdeñoso comportamiento – triste disfraz de su alegría enlatada-



Se trata de un sutil pacto de convivencia concebido como inocuo

pero que hiere con la lentitud  con la que caen frías las gotas de agua

antes de desvanecerse en superficiales círculos

dentro de un profundo charco de lluvia.



Se trata de una herida abierta que proviene de antaño:

De cuando jugaba en el columpio

De la escalera a la que le faltaban peldaños

De la casa errante.



Prefiere mirarla de reojo, hacer que no está.

Prefiere avanzar vacilante, con aire despreocupado

Casi como flotando entre nubes.



La sonora carcajada

El flotar efímero entre nubes

El jamás mirar atrás, ignorando cualquier posibilidad de nostalgia.



Me pregunto, qué ocurrirá el día que su soledad se siente  frente a ella.

El día en que por fin se encuentren, cara a cara.

¿Sentirá ese día la losa pesada de la que tanto tiempo ha estado huyendo?


INSOMNIO



 A mí hoy  no me quedan sueños.

Unos, porque ya se cumplieron.


Otros, porque jamás se cumplirán.





miércoles, 27 de junio de 2012

EL ABUELO

“Dónde estarán las malditas tijeras”, se preguntaba Pablo mientras daba vueltas por el salón buscándolas.
Trosky le miraba sentado desde una esquina moviendo el rabo.
--¡Mierda!,¡Trosky!, ¿dónde guarda tu dueña las tijeras?-- Gritó inquieto mientras movía los brazos haciendo aspavientos.
El perro le miró y se echó a correr hacia el fondo del pasillo. En un par de minutos el chico escuchó a lo lejos el ladrido. Fue hacia él. Lo encontró en la habitación de la abuela ladrando al armario. El chaval abrió el mueble y se encontró de golpe con las tijeras.
“¡Coño!, qué bicho más listo”, pensó mientras metía la mano derecha en el bolsillo del pantalón en busca de un pitillo de su cajetilla de cigarros, como recompensa por los nervios pasados. Con el pitillo ya en los labios, metió de nuevo la mano, esta vez en el bolsillo de atrás de sus jeans. El timbre sonó. Sacó la mano y se dirigió hacia la puerta sin darse cuenta de que el encendedor que buscaba en su ropa había caído al suelo. Abrió la puerta y una anciana de pelo blanco y sonrisa dulce entró en la estancia.
Al sonreír a su nieto, las arrugas le inundaron la cara.

--Te he comprado de esas palmeritas de chocolate de la pastelería de abajo que tanto te gustan.
--Gracias abuela, dijo sonriente mientras volvía en busca de su cigarrillo. ¿Te importa que me fume un piti antes de ponerme a arreglarte la caldera?—
--No deberías fumar, hijo. Si tu abuelo no hubiera fumado como un carretero ahora estaría aquí conmigo y sería él quien la estaría arreglando. O lo harían unos obreros, que nosotros antes vivíamos muy bien-- respondió la abuela con semblante triste y pensativo.
--Hablando de eso, ¿ya te han concedido la pensión?-- , preguntó Pablo.
--Sí hijo, sí. Toda la vida trabajando como un burro para que a su viuda le den cuatrocientos míseros euros mensuales. Con eso no tengo para mucho…
--Venga abuela, hazme ese rico guiso que me has prometido que, en cuanto me lo fume, me pongo con la caldera. ¡Te ahorrarás mucho dinero si la arreglo yo!, dijo en un intento inútil de consuelo mientras buscaba con la mano el encendedor en el pantalón.
--“¡Vaya día llevo, ahora no encuentro el mechero!--exclamó impaciente--.

Trosky, que llevaba un rato dormitando a los pies de su dueña, se puso en pie como un tiro, miró al joven y salió disparado por el pasillo. A los cuatro segundos, de nuevo el ladrido del perro.
Pablo, incrédulo, siguió los pasos del perro hasta llegar al salón donde Trosky ladraba al mechero caído al suelo. Lo recogió y volvió a la cocina.
--Abuela, este perro es muy listo. Cuando no encuentras algo, lo busca. Ya lo ha hecho dos veces desde que estoy aquí.
La anciana apartó la vista del puchero, miró sonriente a Pablo y nada sorprendida le dijo: “Ya lo sabía, tu abuelo decía que tenía un olfato que iba más allá de lo que podía oler un perro normal, que lo encontraba todo. ¡Si se pasaba las horas adiestrándole!
El muchacho seguía estupefacto, él pensaba que lo de antes había sido casualidad.
--¡Ay hijo! no me mires así, que lo que te digo es verdad. El perro es listo y tu abuelo era un genio, un gran hombre. Y si no te lo crees, --continuó la anciana— dile al chucho que te traiga cualquier cosa.
El chico seguía atónito mientras aplastaba la colilla en un cenicero transparente que había encima de la mesa. -¿Y qué le pedimos que busque?-preguntó al fin.
Cualquier cosa, no sé… ¡un tesoro!, -dijo la abuela entre risas-. Cuando eras pequeño andabas todo el día buscando tesoros por la casa.
Es verdad, qué bien lo pasábamos…--afirmó el nieto con una sonrisa divertida y melancólica a la vez.
La abuela rompió ese instante dando dos sonoras palmadas: “¡Trosky, Trosky, no encuentro mi tesoro! ¡Búscalo!”
El perro se puso en pie rápidamente, salió de la cocina atravesando el pasillo y se perdió en una de las habitaciones del fondo de la casa mientras los dos miraban la escena muertos de risa.
De lejos, oyeron como un objeto se hacía pedazos y el perro ladraba alto y fuerte. Se miraron. Fueron corriendo a la habitación. Al entrar, vieron al chucho encima de la mesilla de noche. En el suelo, la lámpara de la mesita hecha añicos. El perro ladraba al cabecero de la cama. Abuela y nieto se acercaron, no veían nada. A Pablo, de repente, se le ocurrió mirar detrás del cabecero. Ahí estaba lo que anunciaba el perro. Un sobre pegado con esparadrapo detrás del cabecero. El joven estiró la mano para alcanzarlo. La anciana respiraba profunda y agitadamente. Sacó el sobre. La señora le pidió con la mirada que lo abriera. Al abrirlo, un fajo significativo de billetes de color morado asomó tan resplandeciente que logró iluminar los ojos de la anciana con una chispa de esperanza.


 ICEBERG



Mis pasos crujen bajo mis pies en este grosor de nieve que atravieso, dejando mis huellas marcadas con tanta nitidez que cualquiera podría saber el número que calzo  y hasta la marca de las botas que llevo puestas.

El paisaje es una estepa blanca, un yermo manto de nieve y hielo. Y como banda sonora: un intenso silencio.

Mientras camino, soy consciente de que con cada paso que doy te olvido. Y lo hago con tanta facilidad que hasta a mi me asustaría si no fuera porque en el fondo sé que nunca me tuviste.

En este escenario  lleno de espejos, tengo la certeza de que eres tú el que camina tras de mi.  Puedo escuchar tus pisadas  acercándose con rápidas zancadas queriendo perseguir las mías. Pasos atropellados, inseguros -casi torpes-,  como los que daría alguien que teme caer.

Cada vez avanzas más deprisa, acelerando el ritmo de tus pasos que  han dejado de ir al compás de los míos. El suelo es un conjunto de pisadas exánimes que no llevan a ningún sitio.

Como estás a punto de alcanzarme, decido pararme. Me aquieto y bajo lentamente la cabeza evitando llorar.

 El reflejo brillante del sol se clava en la nieve.

“Qué curioso”  -Pienso-  “Mi tristeza y yo también estamos clavadas en la nieve”.

En este instante, siento una soledad  helada  que se asemeja al tiempo  detenido.

Soy incapaz de moverme, tú estás cerca y, aunque aún no me he girado, siento el dolor de tu presencia en mi espalda como una puntiaguda estalactita.


El cielo brilla entre azules y reflejos de luz que se estrellan contra el gélido suelo y rebotan como un arco de luz produciendo chispas en este paisaje muerto.

Ahora que estás aquí tan quieto como yo y en silencio, no hay entre nosotros ni siquiera el ruido  de los pasos.

Estiras, como a cámara lenta, un brazo colocando tu mano en mi hombro derecho.

 Ni una chispa de calor recorriendo tu mano. Más frío. Siento frío y el paisaje está triste.

Yo me giro y temo mirarte por si acaso me contagias de tu vidrio.

Venzo mi miedo. Te miro a los ojos pero tú no me ves. Tu mirada me mira sin verme y se pierde en este paisaje vacío.

Yo, sin embargo, creo adivinar todo lo que guardas. Y es ahora cuando comprendo porqué tengo frio. Que solo eras un instante de luz que luego se apaga. Una rápida llama de mechero, el segundo de vida de una cerilla.

Pero después, sólo el reflejo de luz, el humo de nicotina, el olor a fósforo.

Es entonces cuando pienso que tal vez sea cierto lo que otras veces había pensado: que hay personas que no son más que un trozo de iceberg. Incapaces de amar todo lo que no sea ellos mismos.

Mis ojos, ahora sí, son un charco de lluvia  que derrite el hielo. Y tú sigues sin verme, sin reconocerme.

De tu boca sale  una exhalación de vaho helado que los dos seguimos con la vista y que  dibuja el final en el cielo.

Hace más triste que nunca y yo tengo mucho frío.

El fin rompe el estallido de silencio. El fin es el comienzo.

Yo me doy la vuelta y sigo andando.

Tú, te das la vuelta y deshaces sobre tus propias huellas, el camino andado.








 






EL VIOLONCHELO


Todos los semáforos de la Quinta Avenida se pusieron en verde mientras el taxista pisaba el acelerador de su coche automático. Alzó la vista y al mirar por el retrovisor interior de su vehículo, el retrovisor le devolvió la imagen de aquello que tan nervioso le estaba poniendo: la imagen de un violonchelo que un cliente había dejado olvidado en su interior. Se secó las gotas de sudor que le caían por la frente con la mano apartándose para ello el turbante.

 “No sé si llegaré a tiempo para devolvérselo con este tráfico” “Pobre chico, pobre chico”.

El taxi apenas había avanzado unos metros cuando de nuevo los semáforos se volvieron a poner en rojo. Instantes después, una multitud de personas de lo más variopinta tomó el asfalto. El conductor, tocándose la barba con gesto intranquilo, miraba a unos y otros avanzar. Regaló su atención a una chica muy alta y delgada que bebía café de un largo vaso de cartón, para luego fijarse  en una madre que regañaba a su hija en medio del paso de peatones por, probablemente, haberle soltado la mano en medio de la turba.


Alguien abrió la puerta del coche devolviendo al hombre a la realidad.

-Disculpe, a Clinton Street con Houston street-- dijo un cliente que, aprovechando la parada del semáforo, había decidido subir.

El taxista se dio la vuelta. Era un chico de unos treinta y cinco años, iba bien vestido con traje de chaqueta, amplia sonrisa y, seguramente, amplia billetera.

--No está libre, bájese- farfulló groseramente el taxista.
--¿Cómo? ¿Está loco? ¡Esto es un taxi!-- respondió sarcásticamente el joven.
--Sí sí, pero tengo que devolver el chelo que tiene usted al lado a un cliente que se lo ha dejado aquí olvidado.

Ante la cara de asombro del cliente, éste continuó explicándose: “El chico que se lo ha dejado llevaba estudiando para este examen años. Había venido de muy lejos, de Austria creo, a hacer una prueba muy importante para entrar en la Sinfónica de Nueva York. El chaval venía mareado de tantas horas de viaje y muy nervioso, al final le he dejado en la puerta del Metropolitan y cuando ya me he alejado del teatro, he visto el maldito chelo por el retrovisor. ¡Madre mía, el chico tenía la prueba a las doce en punto y son menos cinco!

El cliente le miraba atónito a los ojos. El taxista estaba preocupado de verdad. Le sorprendía el excesivo interés que tenía el hombre por devolverle el instrumento a ese chico tan despistado que era capaz de abandonar su medio de vida en un taxi neoyorquino. Miró el chelo. Aunque no era un Stradivarius se veía que el chelo era de calidad. En la funda asomaba una pequeña etiqueta donde se leía la marca, Aubert.

El cliente volvió a mirar al taxista, su rostro apenado, su actitud alterada.
--Es la primera vez que veo que un taxista se moleste en devolver un objeto que alguien olvida en un taxi. Y más siendo un objeto valioso. Creo haberme topado con el único taxista honrado de todo Manhattan— afirmó entre risas el cliente.
--¡Oiga, me está usted cansando! ¡Bájese del taxi de una vez! ¡Tengo prisa!. Cuando yo llegué de Pakistán a esta ciudad también tenía un millón de sueños. No era músico, ni siquiera pude estudiar una carrera. ¡Mi familia era muy humilde, todo lo que hoy tengo, es mucho más de lo que hubiera tenido si me hubiera quedado en mi país!
El cliente miró a los ojos al taxista comprendiendo que se sentía identificado con ese chaval que había venido de Europa a cumplir sus sueños. Un sentimiento de nostalgia le atravesó como un rayo el cuerpo. De golpe, él también recordó sus trabajos de camarero para poderse pagar la universidad, sus duros comienzos en la jungla de New York tan lejos de casa, sus largas jornadas de trabajo hasta lograr por fin ser un cotizado brooker del Financial District.

El taxista y el banquero se miraron y casi al unísono exclamaron: ¡Tenemos que llegar! ¡Vamos a llegar a tiempo!.

Los semáforos volvieron a ponerse en verde y el taxi salió disparado calle arriba. Atrás quedaba la Quinta Avenida cuando el chofer entró sobrepasando la velocidad permitida por la sesenta y cinco, atravesando Central Park. El coche circulaba tan cerca de los peatones que hacían footing que tuvo que tocar el claxon varias veces para no atropellarlos.

-¡Vaya con cuidado, hombre!—Gritó asustado el cliente.
-Ya casi llegamos, ya casi llegamos—se dijo para sí mientras salían de Central Park en dirección a Columbus Avenue justo a la altura del Lincon Center.
-¿Qué hora es?—preguntó nervioso el conductor.
-Las doce menos un minuto –respondió ansioso el chico al mismo tiempo que se frotaba las manos.

Eran las doce menos tres segundos cuando los semáforos volvieron a cerrarse. El conductor y el joven estaban cada vez más inquietos. Quedaban escasos quinientos metros para llegar al Metropolitan.

--Espero que le encontremos rápido—exclamó el chaval.
--Y yo espero que no haya abandonado—sugirió con tono triste el taxista.


De nuevo el semáforo abrió paso y el coche avanzó velozmente. Quedaban apenas cien metros para alcanzar el Metropolitan cuando el conductor vió de lejos a un chico que andaba de un lado a otro de la explanada del teatro  con las manos en las sienes y moviendo la cabeza hacia los lados.

--¡Es él! ¡Es él!—gritó nervioso el taxista soltando el volante y haciendo gestos de victoria con los brazos.
El taxista paró el coche en doble fila y mientras se bajaba del coche, el brooker le sacó el violonchelo del coche. El conductor lo cogió y se echó a correr detrás del chaval.
--¡Eh, eh tú! ¡Perdona, te has dejado esto en el coche!
El chaval se dio la vuelta y con la cara desencajada por la sorpresa recogió el chelo. Tenía los ojos rojos como de haber estado llorando.
--Anda chico, no llores y vete ahí dentro a demostrar todo lo que vales. ¡Nunca abandones tus sueños!—le gritó.
--¡No lo haré, no lo haré! ¡Gracias, gracias!—gritó mientras sus zancadas se  perdían en el interior del teatro.

Una vez a solas, el taxista respiró aliviado. Se sentía como si se hubiera comido el mundo. Mientras se subía de nuevo al vehículo parecía como si el planeta se desplegara ante sus pies. Una vez dentro, encendió el taxímetro, se giró hacia atrás y dijo: “Y bien, amigo, ¿a dónde le llevo?”.