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miércoles, 27 de junio de 2012


EL VIOLONCHELO


Todos los semáforos de la Quinta Avenida se pusieron en verde mientras el taxista pisaba el acelerador de su coche automático. Alzó la vista y al mirar por el retrovisor interior de su vehículo, el retrovisor le devolvió la imagen de aquello que tan nervioso le estaba poniendo: la imagen de un violonchelo que un cliente había dejado olvidado en su interior. Se secó las gotas de sudor que le caían por la frente con la mano apartándose para ello el turbante.

 “No sé si llegaré a tiempo para devolvérselo con este tráfico” “Pobre chico, pobre chico”.

El taxi apenas había avanzado unos metros cuando de nuevo los semáforos se volvieron a poner en rojo. Instantes después, una multitud de personas de lo más variopinta tomó el asfalto. El conductor, tocándose la barba con gesto intranquilo, miraba a unos y otros avanzar. Regaló su atención a una chica muy alta y delgada que bebía café de un largo vaso de cartón, para luego fijarse  en una madre que regañaba a su hija en medio del paso de peatones por, probablemente, haberle soltado la mano en medio de la turba.


Alguien abrió la puerta del coche devolviendo al hombre a la realidad.

-Disculpe, a Clinton Street con Houston street-- dijo un cliente que, aprovechando la parada del semáforo, había decidido subir.

El taxista se dio la vuelta. Era un chico de unos treinta y cinco años, iba bien vestido con traje de chaqueta, amplia sonrisa y, seguramente, amplia billetera.

--No está libre, bájese- farfulló groseramente el taxista.
--¿Cómo? ¿Está loco? ¡Esto es un taxi!-- respondió sarcásticamente el joven.
--Sí sí, pero tengo que devolver el chelo que tiene usted al lado a un cliente que se lo ha dejado aquí olvidado.

Ante la cara de asombro del cliente, éste continuó explicándose: “El chico que se lo ha dejado llevaba estudiando para este examen años. Había venido de muy lejos, de Austria creo, a hacer una prueba muy importante para entrar en la Sinfónica de Nueva York. El chaval venía mareado de tantas horas de viaje y muy nervioso, al final le he dejado en la puerta del Metropolitan y cuando ya me he alejado del teatro, he visto el maldito chelo por el retrovisor. ¡Madre mía, el chico tenía la prueba a las doce en punto y son menos cinco!

El cliente le miraba atónito a los ojos. El taxista estaba preocupado de verdad. Le sorprendía el excesivo interés que tenía el hombre por devolverle el instrumento a ese chico tan despistado que era capaz de abandonar su medio de vida en un taxi neoyorquino. Miró el chelo. Aunque no era un Stradivarius se veía que el chelo era de calidad. En la funda asomaba una pequeña etiqueta donde se leía la marca, Aubert.

El cliente volvió a mirar al taxista, su rostro apenado, su actitud alterada.
--Es la primera vez que veo que un taxista se moleste en devolver un objeto que alguien olvida en un taxi. Y más siendo un objeto valioso. Creo haberme topado con el único taxista honrado de todo Manhattan— afirmó entre risas el cliente.
--¡Oiga, me está usted cansando! ¡Bájese del taxi de una vez! ¡Tengo prisa!. Cuando yo llegué de Pakistán a esta ciudad también tenía un millón de sueños. No era músico, ni siquiera pude estudiar una carrera. ¡Mi familia era muy humilde, todo lo que hoy tengo, es mucho más de lo que hubiera tenido si me hubiera quedado en mi país!
El cliente miró a los ojos al taxista comprendiendo que se sentía identificado con ese chaval que había venido de Europa a cumplir sus sueños. Un sentimiento de nostalgia le atravesó como un rayo el cuerpo. De golpe, él también recordó sus trabajos de camarero para poderse pagar la universidad, sus duros comienzos en la jungla de New York tan lejos de casa, sus largas jornadas de trabajo hasta lograr por fin ser un cotizado brooker del Financial District.

El taxista y el banquero se miraron y casi al unísono exclamaron: ¡Tenemos que llegar! ¡Vamos a llegar a tiempo!.

Los semáforos volvieron a ponerse en verde y el taxi salió disparado calle arriba. Atrás quedaba la Quinta Avenida cuando el chofer entró sobrepasando la velocidad permitida por la sesenta y cinco, atravesando Central Park. El coche circulaba tan cerca de los peatones que hacían footing que tuvo que tocar el claxon varias veces para no atropellarlos.

-¡Vaya con cuidado, hombre!—Gritó asustado el cliente.
-Ya casi llegamos, ya casi llegamos—se dijo para sí mientras salían de Central Park en dirección a Columbus Avenue justo a la altura del Lincon Center.
-¿Qué hora es?—preguntó nervioso el conductor.
-Las doce menos un minuto –respondió ansioso el chico al mismo tiempo que se frotaba las manos.

Eran las doce menos tres segundos cuando los semáforos volvieron a cerrarse. El conductor y el joven estaban cada vez más inquietos. Quedaban escasos quinientos metros para llegar al Metropolitan.

--Espero que le encontremos rápido—exclamó el chaval.
--Y yo espero que no haya abandonado—sugirió con tono triste el taxista.


De nuevo el semáforo abrió paso y el coche avanzó velozmente. Quedaban apenas cien metros para alcanzar el Metropolitan cuando el conductor vió de lejos a un chico que andaba de un lado a otro de la explanada del teatro  con las manos en las sienes y moviendo la cabeza hacia los lados.

--¡Es él! ¡Es él!—gritó nervioso el taxista soltando el volante y haciendo gestos de victoria con los brazos.
El taxista paró el coche en doble fila y mientras se bajaba del coche, el brooker le sacó el violonchelo del coche. El conductor lo cogió y se echó a correr detrás del chaval.
--¡Eh, eh tú! ¡Perdona, te has dejado esto en el coche!
El chaval se dio la vuelta y con la cara desencajada por la sorpresa recogió el chelo. Tenía los ojos rojos como de haber estado llorando.
--Anda chico, no llores y vete ahí dentro a demostrar todo lo que vales. ¡Nunca abandones tus sueños!—le gritó.
--¡No lo haré, no lo haré! ¡Gracias, gracias!—gritó mientras sus zancadas se  perdían en el interior del teatro.

Una vez a solas, el taxista respiró aliviado. Se sentía como si se hubiera comido el mundo. Mientras se subía de nuevo al vehículo parecía como si el planeta se desplegara ante sus pies. Una vez dentro, encendió el taxímetro, se giró hacia atrás y dijo: “Y bien, amigo, ¿a dónde le llevo?”.












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