ICEBERG
Mis pasos crujen bajo mis pies en este grosor de nieve que
atravieso, dejando mis huellas marcadas con tanta nitidez que cualquiera podría
saber el número que calzo y hasta la
marca de las botas que llevo puestas.
El paisaje es una estepa blanca, un yermo manto de nieve y
hielo. Y como banda sonora: un intenso silencio.
Mientras camino, soy consciente de que con cada paso que doy
te olvido. Y lo hago con tanta facilidad que hasta a mi me asustaría si no
fuera porque en el fondo sé que nunca me tuviste.
En este escenario lleno de espejos, tengo la certeza de que eres
tú el que camina tras de mi. Puedo
escuchar tus pisadas acercándose con
rápidas zancadas queriendo perseguir las mías. Pasos atropellados, inseguros -casi
torpes-, como los que daría alguien que
teme caer.
Cada vez avanzas más deprisa, acelerando el ritmo de tus
pasos que han dejado de ir al compás de
los míos. El suelo es un conjunto de pisadas exánimes que no llevan a ningún
sitio.
Como estás a punto de alcanzarme, decido pararme. Me aquieto
y bajo lentamente la cabeza evitando llorar.
El reflejo brillante
del sol se clava en la nieve.
“Qué curioso” -Pienso- “Mi tristeza y yo también estamos clavadas en
la nieve”.
En este instante, siento una soledad helada que
se asemeja al tiempo detenido.
Soy incapaz de moverme, tú estás cerca y, aunque aún no me
he girado, siento el dolor de tu presencia en mi espalda como una puntiaguda
estalactita.
El cielo brilla entre azules y reflejos de luz que se
estrellan contra el gélido suelo y rebotan como un arco de luz produciendo
chispas en este paisaje muerto.
Ahora que estás aquí tan quieto como yo y en silencio, no
hay entre nosotros ni siquiera el ruido de los pasos.
Estiras, como a cámara lenta, un brazo colocando tu mano en
mi hombro derecho.
Ni una chispa de calor
recorriendo tu mano. Más frío. Siento frío y el paisaje está triste.
Yo me giro y temo mirarte por si acaso me contagias de tu
vidrio.
Venzo mi miedo. Te miro a los ojos pero tú no me ves. Tu
mirada me mira sin verme y se pierde en este paisaje vacío.
Yo, sin embargo, creo adivinar todo lo que guardas. Y es
ahora cuando comprendo porqué tengo frio. Que solo eras un instante de luz que
luego se apaga. Una rápida llama de mechero, el segundo de vida de una cerilla.
Pero después, sólo el reflejo de luz, el humo de nicotina,
el olor a fósforo.
Es entonces cuando pienso que tal vez sea cierto lo que otras
veces había pensado: que hay personas que no son más que un trozo de iceberg.
Incapaces de amar todo lo que no sea ellos mismos.
Mis ojos, ahora sí, son un charco de lluvia que derrite el hielo. Y tú sigues sin verme,
sin reconocerme.
De tu boca sale una
exhalación de vaho helado que los dos seguimos con la vista y que dibuja el final en el cielo.
Hace más triste que nunca y yo tengo mucho frío.
El fin rompe el estallido de silencio. El fin es el
comienzo.
Yo me doy la vuelta y sigo andando.
Tú, te das la vuelta y deshaces sobre tus propias huellas,
el camino andado.
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